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Blog del Dr. Gustavo C. TRIMARCHI

 














 



 

La celebración data de 1958, cuando la federación argentina de colegios profesionales quiso homenajear “al ilustre autor de Las Bases”, cuya obra “esclareció los problemas del país”.

 

En 1958, la Federación Argentina de Colegios de Abogados instituyó el día del nacimiento de Juan Bautista Alberdi, el 29 de agosto, como Día del Abogado, entendiendo de necesidad de que tal fecha se hallara asociada a “un homenaje al ilustre autor de Las Bases, que con su copiosa obra de publicista y jurisconsulto esclareció los problemas del país”.

Pero no sólo fue abogado, doctor en Derecho y un eminente jurista que consiguió plasmar un modelo de institucionalidad constitucional en el que se pudiese contener a la Argentina real, con todas sus cuitas. También el periodismo, la diplomacia, la composición musical, la sátira de costumbres y el ensayo social le fueron territorios propios. Por ello, en la Academia Argentina de Letras, un sillón académico lleva hoy su nombre.

A su inteligencia natural le sumaba una sólida formación jurídica, adquirida en la Universidad de Córdoba, y un sentido de la practicidad en las cosas que lo llevó a ser de los pocos que podía construir sistemas, jurídicos, políticos o económicos, a la medida de la realidad del país.

Su madre murió en el parto y perdió a su padre a los diez años. Eso determinaría la melancolía en su carácter, la constante búsqueda de afectos, su espíritu romántico y la incapacidad de asumir compromisos amorosos en el tiempo. Acaso su sentimiento más perenne fue el amor a su propio país.

Sarmiento y Mitre lo odiaron con intensidad. No era en el fondo, aunque se quisiera así disimularla, una cuestión de diferencias políticas sino pura y simple envidia intelectual. Alberdi ponía en evidencia muy marcadamente las falencias de ambos en la materia.

En contraposición, Avellaneda y Roca lo admiraron. Le reconocieron ser el autor de la fórmula política que permitió encarrilar constitucionalmente el país, superando treinta años de fratricidas guerras entre unitarios y federales.

Salvo por el breve período entre 1879 y 1880, Alberdi permaneció fuera del país en el exilio, desde 1838 y hasta su muerte. Fue un temprano representante de lo que se da dado hoy en llamar la provincia 25, aquella formada por los argentinos residentes en el exterior, y fue el primero en nombrarla por escrito: “Toda mi vida se ha pasado en esa provincia flotante de la República Argentina que se ha llamado su emigración política y que se ha compuesto de los argentinos que dejaron el suelo de su país tiranizado, para estudiar y servir a la causa de su libertad desde el extranjero”.

Quiso terminar sus días en Argentina, pero no lo dejó la inquina de sus enemigos de siempre. Los “civilizados” Sarmiento y Mitre se ensañan con él en mucha peor forma que el “bárbaro” Rosas. Además de haber sido coherente en sus ideas, había también cometido el peor de los pecados políticos de su época: perdonó a Rosas, en una entrevista en Londres, por haberlo forzado a dejar el país. Se habían entonces invertido los roles: él era representante plenipotenciario de la Confederación Argentina, y el ex gobernador, un exiliado.

El agravio, la persecución continua y la mentira recurrente lo hacen partir de nuevo. Todo ese cúmulo de emociones fue demasiado para él. En su viaje de vuelta a Europa, en la tercera semana de navegación, además de la depresión que lo acompañaba desde hacía ya tiempo, el 20 de agosto, frente a la costa de Senegal, un accidente cerebrovascular lo derribó sobre la cubierta y le afectó el movimiento de la pierna y brazo derechos. Llegado a Francia, su salud paulatinamente fue empeorando. A su parálisis se le agregó la anemia. Y en 1882 perdió la razón. Con la mente presa de continuas alucinaciones, muere en la clínica psiquiátrica del doctor Karl Defaut, en Neuilly-Sur-Seine, en el número 43 de la avenue du Roule, por entonces en las afueras de París, el jueves 19 de junio de 1884, hacia el mediodía, a la edad de 73 años.

El 27 de abril de 1889 sus restos fueron repatriados por decreto del presidente Juárez Celman, a bordo de un vapor de la Armada, recibiendo en la Catedral de Buenos Aires los honores correspondientes a un jefe de Estado, sobradamente merecidos.

Para entonces, en muy pocos quedaba el recuerdo de lo expresado por los enfermeros y mucamas franceses que siguieron los delirios del paciente, hasta su mismo fin. Alberdi, hasta caer en la inconsciencia final que lo llevaría a la muerte, no cesaba de invocar la libertad de su país y los derechos de los hombres. Incluso en su locura, había seguido siendo fiel a la defensa de las ideas por las que vivió y luchó durante su vida.

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